jueves, 31 de octubre de 2013

El cerrajero

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Que la vida es un cerrajero me quedó claro el día que conocí a la vieja. Un cerrajero implacable, me dije, escuchando una historia que si había sido real, como la vieja decía, hablaba de una puerta de esas que dejan de ser puertas para convertirse en muros de infranqueable hormigón.
El cerrajero no se había portado mal del todo, al principio. De niña la vieja conoció la risa, parece increíble. Conoció la música. Incluso fue subida a un escenario para cantar. Y amó la naturaleza, amó a su padre, que la llamaba: mi pequeña.
Montó a caballo, un caballo sin desbravar, ni montura. Vivió en uno de los lugares más hermosos del mundo. Conoció el dinero en billetes grandes y fue inocente hasta el punto de convertirlo en picadillo para recibir, desde un gran balcón, a la virgen del pueblo.
Todo eso cuenta la vieja desde su cama y parece increíble. En la residencia hay otros viejos, cuarenta y dos. Pero ninguno tiene una historia semejante para contar.
El hecho es que hay algo que queda en el aire. No sé, una parte que no comprendo, porque si bien cuenta mil veces la misma historia, no explica cómo se produjo el cambio. ¿Qué pasó? ¿Cuándo se abrió la puerta de la habitación donde vive ahora y que nada tiene que ver con aquellos paisajes?
Han pasado cuarenta y ocho años, quizás sea eso.
Pero ahí es donde yo veo al cerrajero. Una puerta se cierra y no hay marcha atrás. Se entra a un lugar sin salida y se termina en la cama de una residencia de caridad.
Ninguno está tan solo como ella. Ninguno está tan atado a la cama. Ninguno.
Nadie la visita. Está llena de odio. El desagradecimiento, quizás.
Pero no lo comprendo. Hay un laberinto entre aquella puerta de la infancia y esta de la vejez.
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