martes, 12 de noviembre de 2013

Dakar, 1960, homenaje a Paul Bowles

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Floto en una nebulosa de la que salgo con dificultad. Sé que he soñado. Miro mi reloj de pulsera.
Minutos después reconozco el cuarto. Recuerdo que del otro lado de la ventana hay aire, tejados, la ciudad, el océano. Imaginar ese más allá, el aire vespertino que conozco tan bien y que disfrutáramos juntos me ayuda a revivir mi sueño, ese que se repite desde el lunes una noche tras otra sin excepción:
Estoy en un lugar, para llegar he atravesado vastas regiones. En el centro de mí reina una tristeza infinita. Sé que desaparecerá en cuanto entre en la casa. Abro, oigo a mi mujer en la habitación taconeando con sus chinelas sobre el suelo de baldosas. Junto a ella me siento tranquilo y soy feliz.
Respiro, saboreo mi sueño, me reconforta. Miro mi reloj de pulsera. El tiempo ha movido sus agujas. Acabo de eludir cinco minutos de realidad gracias al recuerdo de mi sueño. Un sueño que brega contra los minutos tristes de mi reloj.
Pero mi reloj guarda nuevos minutos agazapados y a la espera de abrirse paso e irrumpir en mi mundo para arrebatarme este sueño que me mantiene vivo.
Me siento sin fuerzas ni lucidez para definir mi situación. Permanezco inmóvil, me dejo arrastrar por una de esas somnolencias ligeras, momentáneas, que anteceden a un sueño largo y profundo. Mi descanso, sin embargo, ni es largo ni es profundo. No lo es desde hace días.
Busco en mi reloj una fecha, pero solo obtengo un tictac.
Era lunes cuando empecé a soñar.
Qué difícil, esta alta y estrecha habitación con su cielo raso envigado, los colores neutros de los grandes dibujos anodinos de las paredes, la ventana cerrada con sus vidrios rojos y anaranjados, las chinelas en el suelo, el tictac de mi reloj de pulsera entre cuyas agujas se abre paso un silencio de baldosas que añoran el clackclack de un taconeo, yo sin poder moverme, el crepúsculo amenazando con llegar, y mi mujer colgada de una soga mientras lo único que puedo hacer es seguir tendido como estoy, respirando con lentitud, paralizado en este cuarto sin aire y que huele mal, no a la espera del crepúsculo, sino a la espera de mi propio fin.
De pronto cierro los ojos, dejo de escuchar el tictac de mi reloj, llego a una casa, entro -se trata de un acto reflejo-, me envuelve un silencio que engulle un clackclack.


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