martes, 24 de junio de 2014

Paisaje con abuelo



Mi infancia vuelve desde el futuro y la huelo en el polvo de una carretera que atravieso con los ojos abiertos. Algunos llamarán fantasía a esta experiencia, pero para mí es más real que las cuatro paredes de la calurosa oficina en la que me encuentro.
Cuatro paredes sin ventanas entre las que estuve a punto de morir el día que sufrí un paro del deseo. Ese día cerré los ojos en un gesto de despedida. Eso fue lo que pasó. El resto también pasó, al menos para mí, que es lo que importa: me visitó un mago que me enseñó a ilusionar al tiempo.
Desde entonces mi infancia saltó hacia el futuro y se puso delante de mí como una pancarta donde pude leer: SÍGUEME.
Mi infancia como única opción. Mi infancia capaz de oler el polvo y de sentir el sol, capaz de hacer vibrar bajo mis nalgas el vaivén del asiento de una furgoneta que avanza entre baches conducida por un abuelo.
SÍGUEME es la palabra mágica desde la que vengo y hacia la que voy atravesado por un recuerdo que me anuda por sus extremos. Esos que llaman principio y fin, o pasado y futuro en el lenguaje de las oficinas.
Mi infancia que se pone delante de mí para recordarme quién soy dentro de las cuatro paredes de esta oficina, sin ventanas, convertida en circunferencia mágica, pancarta que inaugura un espacio donde solo existimos nosotros, él y yo, sin horarios, sin tareas, sin castigos, sin aprendizajes absurdos. Él, mi abuelo, y yo, sentado sobre sus rodillas con los ojos abiertos, oliendo el polvo de sus recuerdos a través de los míos, y avanzando entre baches de arena hacia la risa, liberados del yugo de este mundo sin infancia en el que hemos caído para cumplir condena por un atrevimiento en el que somos expertos desde antes de nosotros mismos: el de avanzar hacia atrás.

Carta a mi sobrino

En Madrid, lunes 23 de junio del 2014

A través de estas líneas intentaré responder a tu pregunta, mi querido sobrino, aunque sea tan tarde, aunque tenga sueño, porque me hago cargo de tu preocupación por el futuro que te espera como escritor.
Me preguntas qué será de ti, si podrás conseguirlo como hice yo, como hizo tu padre, como hizo tu abuelo.
Mi respuesta es contundente: estoy seguro de que podrás conseguirlo también tú porque lo llevas en la sangre. Y mi carta acabaría aquí, con esta simplicidad, si no fuera por esa costumbre que tengo de leer entre líneas.
Así es que te noto preocupado más allá de lo que expresas. Preocupado por mí y por los nuestros, por nuestra estirpe de escritores de éxito a la que quieres seguir perteneciendo. Preocupado más allá de tu vocación y de tu capacidad. Sí, querido sobrino, te leo preocupado por algo que diré sin preámbulos dado lo avanzo de la hora, dado que quiero hacerte llegar esta carta mañana mismo. Preocupado por nuestro patrimonio, así te leo. Preocupado por ese dinero que hemos acumulado en la familia gracias a la escritura, heredándolo los unos de los otros, un dinero que ahora está en mis manos, antes de pasar a las tuyas, mi querido sobrino, dado que no cuento con descendencia propia.
Todo iba bien, sobre ruedas, me refiero a tu tranquilidad, hasta que decidí crear una escuela de música en ese lugar lejano del que te hablé en nuestro último encuentro. Ese lugar con condiciones precisas. Ese refugio protegido de la contaminación comercial.
Te hablé siendo consciente de tu sorpresa e incomprensión, te hablé sin desplegar la raíz de mi decisión, y ahora, dadas las circunstancias, una vez leída tu carta, entiendo que debo explicarme.
La culpa es de la poesía, mi querido sobrino, porque yo nací poeta igual que nací rubio y de ojos azules. Nací bajo esa condición implacable, sin remedio. También nací en un mundo de escritores de éxito y asumí mi trabajo. Me puse lentillas y me teñí el pelo para cumplir y escribir las cosas que escriben los escritores, pero ahora que he llegado al final de mi vida he decidido seguir mi rumbo natural. Así están las cosas.
He sido un buen trabajador y me ha resultado fácil cumplir con lo que se esperaba de mí en un mundo donde los editores comían en nuestra mesa, donde el tío Alberto, tu padre, hoy fallecido, decidía qué se leía en este país. Gané el Panzatrofe sabiendo que así sería. Cómo no iba a saberlo si en nuestra familia lo sabemos todo sobre este oficio: qué contar, cómo contarlo, cuándo ser originales, dónde salir al mercado y en qué idioma debemos hacerlo. Escribir es nuestra especialidad desde antes del recuerdo.
Hoy, que solo quedamos tú y yo, mi querido heredero, te confieso que la culpa de mi cambio de rumbo es de la poesía que sin haberlo pedido llevo dentro. Y no lo digo porque escriba versos. No. Lo digo porque ser poeta es esa forma de ser que hoy me fuerza a seguir mi propio impulso más allá del sentido que puedan revelar las palabras con las que me explico. Despertar y recordar para ser sin remedio lo que soy, un rubio de ojos azules que acepta el misterio.
Y me voy allí lejos, al lugar entre las montañas donde no será fácil que me encuentren. Me voy con los míos, con mis elegidos, a existir, simplemente.
¿Qué otra cosa puede hacer un poeta con una fortuna? ¿Con esa riqueza que hemos acumulado confundiendo la creación con el ensamblaje?
Hay que devolver esos bienes, mi querido sobrino. En una magia final.
Quizás no me entiendas y sufras pensando que te doy la espalda y que te dejo solo, ahora que ya no tienes familia. Pero hay un matiz, algo nuevo puede surgir y quizás te ayude a romper con esa literatura artesanal que tan bien explota nuestra saga de escritores de éxito.
¿Quién sabe? Quizás al quedarte solo y sin esa fortuna que te habría empujado al vértigo del lujo con sus yates, sus drogas de diseño, su sexo esquizofrénico. Quizás, al quedar fuera de tu alcance esa perversión cibernética que ahoga al siglo XXI, consigas escribir un solo verso al cual aferrar tu existencia, y entonces me comprendas y hasta quieras venir conmigo a vivir fuera de este mundo de nuez con corazón arenoso que es la literatura que se escribe en nuestra familia.
Me voy pero allí te espero. Tienes mis señas.
Tu tío, que te ama,
Holden.