miércoles, 1 de abril de 2015


LA CONDENA de Franz Kafka
en Liter-a-tulia finalmente tiramos las chancletas.
Tirar las chancletas:
Sacarse las chancletas, ponerse los tacones,
e irse de rumba.

Cuando los allegados -personas ajenas a este conocimiento- me preguntan por el psicoanálisis acostumbro decir que trata sobre los agujeros del cuerpo y, generalmente compruebo, para mi sorpresa, que mi respuesta impacta y que da juego, porque sin gran esfuerzo los preguntones reconocen que comen o fuman o hablan demasiado, o que escuchan mal, o que envidian y sufren por los ojos, o que padecen estreñimiento.
Podría continuar hablando de otros agujeros, esos que llevan a  los lapsus, los sueños, o los síntomas, pero, me he vuelto perezosa. ¡Qué trabajos pasé con estos asuntos en otros tiempos!
Quizás por eso disfruto tanto de Liter-a-tulia, aquí los agujeros cuanto más agujereados más interesan. 

Perplejidad, sinsentido, inmovilidad; lo que se puede llegar a ver cuando, aunque sea por un segundo, se despierta... He aquí parte del despliegue que se realiza hoy en el café Este o Este en torno al texto “La condena” de Franz Kafka.

¿Realismo, sueño, desdoblamiento del personaje? Mentiras y más mentiras  denuncian algunas tertulianas que parecen necesitar revelarse contra ese mundo que llamamos kafkiano en honor a un autor que consiguió bordear el vacío.
Se habló también de lo ineludible: El padre, las cartas al padre, la ley, la culpa, el castigo, temas neurálgicos en la obra de Kafka.
Locura, odio, y condena a no vivir la propia vida en toda su plenitud -con un matrimonio y una descendencia- ocuparon la mayor parte de un debate digno de la genialidad del autor convocado.
También circuló un separador de libros maravilloso con una cita de William Faulkner:
“Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra”.
Alguien agregó, o yo creí escuchar: “Yo soy capaz de matar por mi obra...”
En cuanto a mí no dejé de pensar en el amor, en la potencia del amor que se requiere para sustentar la obra de un creador de la envergadura de Franz Kafka.
¿Necesitó Kafka mendigar, pedir prestado o despojar a otros como dice Faulkner? Obviamente el padre fantaseado por Kafka, el único accesible para él, demuestra que en algo se equivoca: Es el propio artista quien elige a su demonio, y no al revés -claro, se trata de una elección insondable y problemática, como revela el psicoanálisis-.
¿Se podría escribir como Kafka sin entregarse -como una condena-, al demonio de esta elección problemática que es vivir al borde de un agua que finalmente terminará ahogándote?
Creo que esta posición creativa tiene algo de ese enigmático “Dar lo que no se tiene a quien no lo es” que plantea Lacan al referirse al amor; pues no dejé de pensar en el amor durante esta inspiradora tertulia. Asunto complicado y que tiene bastante menos de bonito de lo que cabría esperar del matrimonio -como señala Lacan, el amor es un asunto kafkiano-.  Es decir: sinsentido, perplejidad, absurdo, y todas esos insignificables que acompañan a los extraños matrimonios.
Hablé de esto, más bien balbuceé algo en presencia de un amigo y él propuso el significante locura. A partir de esta sugerencia pienso en el enamoramiento, que según Freud “es un estado de locura transitoria” y se me ocurre pensar que el estado de creación, el momento en el cual la vida está entregada a la obra es un estado de enamoramiento.
En mi imaginación el escritor Franz Kafka es un hombre profundamente enamorado. Cuando leo y releo “La metamorfosis”, uno de mis textos preferidos, no dejo de pensar en ello porque provoca en mí un estado recíproco. Puedo jurar que estoy enamora de esa mano, de esa obra, de ese despropósito y disfruto de algo que es maravilloso tal cual.
Sigue resonando en mí la frase de Faulkner, ese párrafo que habla de la falta de tiempo del artista -demasiado ocupado- y me pregunto por el tiempo para ser feliz -en el sentido convencional- que le deja libre su vocación por crear. 
¿Quiere el artista emplear ese tiempo de otro modo, por ejemplo recibiendo la visita de un cuñado?
 Incluso voy más allá: ¿después de haber bebido en las aguas del Nilo -el regocijo de producir su obra- pueden interesarle las aguas de otro río?
Un artista hace lo que sea por su obra: inventarse un padre, una culpa, una condena, el horror de despertar en el cuerpo de un insecto... pero solo el amor hace de ese invento un Don para otros. Por eso, por sus efectos para otros, vosotros y yo, no dejo de pensar en el amor; en la potencia del amor que sustenta la obra de nuestro inestimable Franz Kafka.